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13/09/2004
¿Qué queda del 11 de septiembre?
Sami Naïr es eurodiputado y profesor invitado
de la Universidad Carlos III.
Desde luego, habrá que acordarse durante mucho tiempo todavía
del 11 de septiembre. Y de la tragedia. A la que habrá que añadir
a los mártires del 11 de marzo en España; los torturados de Abu
Ghraib en Irak y los niños de Osetia. Y otras matanzas desconocidas
que nos aguardan. Habrá que rememorar a nuestros muertos. Y su
inocencia. Víctimas sacrificadas sobre el altar de la rapiña,
el cinismo, la manipulación de los pueblos a manos de los poderosos.
¿Qué queda del 11 de septiembre? Un sentimiento de conmoción psicológica
planetaria, de herida purulenta. Ahora bien, sería un error separar
ese crimen de la barbarie que se ha extendido desde entonces por
el mundo. Lo primero que hay que reconocer, de una vez, es que
estamos en guerra. La guerra está ahí, en medio de nuestras vidas.
Es una guerra política, militar, cultural y económica. Y ha instaurado
en todas partes su ley, que es la fuerza. Cuando chocaron los
dos aviones contra el World Trade Center, nos sobrecogió la audacia,
el increíble desafío contra la mayor potencia de la Tierra. No
pensamos inmediatamente en los inocentes que ardían dentro de
las torres, aquellos palacios del consumo convertidos en altares
expiatorios. Algunos, conscientes de los terribles rencores acumulados
contra la política estadounidense en el mundo, gritaron: "¡Tenía
que pasar!". No es que lo aprobaran, por supuesto. Pero sí señalaban
el trasfondo de la matanza. Otros, hoy se puede decir sin incitar
a la rebelión, dejaron entender que habían tenido una especie
de sentimiento de justicia, quizás incluso de alegría. Con esa
matanza, los estadounidenses comprenderían lo que les ocurre a
otros pueblos cuando ellos les bombardean con tanta impunidad.
Todos oímos frases de este tipo entre los que nos rodean. ¿Por
qué ocultarlo? Sin embargo, esa actitud no duró. Todo el mundo
tuvo que asumir la realidad: aquello era un crimen, inevitable
o por venganza, pero un crimen abominable contra personas inocentes.
Aquel suceso desbordaba cualquier análisis racional. Estados Unidos
designó inmediatamente al culpable e invadió Afganistán. Bin Laden
huyó. A la comunidad internacional no se le consultó sobre aquella
guerra. La ONU quedó al margen. El Gobierno estadounidense sólo
le permitió aprobar el castigo. El resto del mundo cerró los ojos.
El régimen talibán era indefendible y espantoso y, sobre todo,
ya no controlaba su propio territorio. Hasta los más incrédulos
se dejaron atraer allí por las sirenas que exigían justicia al
estilo de los cowboys.
Pero luego, todo cambió. Vimos salir de la sombra a dirigentes
que decían que había que ir a la guerra. La guerra contra los
terroristas y contra quienes se negaban a combatir el terrorismo
por cualquier medio. La civilización necesita que haya leyes,
y exige que, si queremos que prevalezca el Estado de derecho,
empecemos por respetarlas nosotros mismos. Y, a la inversa, afirma
-en contra del maquiavelismo de los poderes- que determinados
métodos refuerzan el terrorismo, le proporcionan el aliento de
injusticia del que se nutre.
Pero el presidente Bush no compartía esa opinión. Su equipo y
él tenían otros planes en mente. El primero de ellos: ir a la
guerra. De modo que, como en una mala novela policiaca, empezó
a tramar su intriga. El terrorismo se convirtió en un enemigo,
al principio abstracto, cuya mera evocación litúrgica en las misas
televisadas del poder debía suscitar la adhesión ciega de los
ciudadanos "amenazados". Sin embargo, eso no era suficiente. Hacía
falta un gran culpable real. Con Bin Laden huido, estaba Sadam
Husein, que sí tenía un domicilio. El dictador poseía todas las
cualidades necesarias para servir de chivo expiatorio. Y, sobre
todo, estaba sentado sobre miles de millones de barriles de petróleo
que Estados Unidos, el país del derecho y la libertad, codiciaba
desde hacía mucho. Así pues, Irak. Bob Woodward, en su libro
La guerra de Bush, muestra con un aterrador lujo de detalles
cómo orquestaron los máximos dirigentes estadounidenses esta operación
de desplazamiento del miedo engendrado por el 11 de septiembre
hacia Irak. Ya tenían la presa. Los muertos del 11 de septiembre
tenían que justificar la aventura. Y vimos avanzar al rodillo
de la mentira de Estado con la fuerza de un huracán. Sadam, al
que ya sólo se llamaba por su nombre -como si fuera necesario
que la humanidad le negara el apellido-, "Sadam" tenía armas de
"destrucción" masiva. Al parecer, se disponía de pruebas. Financiaba
el terrorismo. También decían disponer de pruebas. Por consiguiente,
había que destruirle.
Ante los ojos llenos de lágrimas del pueblo de Estados Unidos,
utilizaron el 11 de septiembre para justificar una guerra contra
un país del que, en realidad, todo el mundo sabía que no tenía
nada que ver con los atentados y que, de hecho, era enemigo declarado
del integrismo islámico. Pocas veces se había visto tal manipulación
en un país democrático. Los plumíferos al servicio de Washington
en todo el mundo se situaron en orden de batalla en los medios
de comunicación y, bajo la bandera de los derechos humanos, reclamaron
la sangre iraquí.
Sin embargo, la opinión pública mundial descubrió enseguida la
patética mentira. Y entonces asistimos a una escena que ha quedado
grabada para siempre en la memoria de los que vivieron la tragedia:
en todas partes, el pueblo decía a sus dirigentes que no era imbécil,
que sabía dónde estaba el derecho. Una victoria inmensa de la
ciudadanía mundial, la primera comunión de la solidaridad de los
pueblos en la época de la globalización liberal. Todos comprendieron
que el objetivo de los estadounidenses era el petróleo, que su
olor emponzoñaba las tumbas de los muertos en el World Trade Center.
En Europa, Francia y Alemania asumieron el mensaje y se negaron
a someterse a los deseos de Washington. La ONU rechazó la violación
del derecho internacional. Pero la invasión se produjo. Y la segunda
lección que podemos extraer de la utilización aberrante del 11
de septiembre es que esta guerra en la que todos estamos ya implicados
la provocaron los dirigentes estadounidenses al invadir Irak.
Por supuesto, las aterradoras consecuencias de la invasión de
Irak no anulan la solidaridad con las víctimas del terrorismo
en Estados Unidos. Las cubre con un manto de desesperación. Porque
Irak se ha convertido en terreno de sangre, fanatismo religioso,
terror irracional. Estamos volviendo locos a los iraquíes, que,
después de largos años de dictadura, hoy se encuentran en manos
de bandas de saqueadores y ocupantes embrutecidos. En la actualidad
se libra una verdadera guerra de liberación nacional, y los estadounidenses
la han perdido. Pero no son ellos los que saldrán debilitados
y destrozados. En Estados Unidos, el 11 de septiembre ha provocado
un grave retroceso de los derechos humanos. A los árabes y musulmanes,
gracias a la propaganda machacona del poder en los medios de comunicación,
se les considera enemigos en potencia. Es cierto que hoy, cuando
ya han conseguido echar mano al petróleo iraquí, Bush reconoce
que mintió, que no había armas de destrucción masiva, y que falta
mucho para solucionar el lío de Irak. ¿Pero sirve de algo?
Los votantes estadounidenses lo dirán el próximo mes de noviembre,
en el momento de las elecciones presidenciales. Ahora bien, de
lo que no hay duda es de que la solidaridad que se mostró hacia
Estados Unidos tras el 11 de septiembre ya no es como era. Se
ha vuelto amarga. No ha desaparecido del todo, pero son muchos,
en todo el mundo, los que confían en que los estadounidenses se
deshagan del equipo dirigente actual. Bush ha arruinado la solidaridad.
Sin justificar el 11 de septiembre, en el mundo -y en el propio
Estados Unidos- hay muchos que consideran que el país norteamericano
tiene una gran parte de responsabilidad en lo que le sucede. Ya
conocemos la excusa: el 11 de septiembre les traumatizó, nos dicen.
Pero ¿por qué tienen que pagarlo los iraquíes bombardeados, torturados
e inocentes?
Nos encontramos en una cadena espantosa. La impresión dominante
es que los integrismos se alimentan mutuamente y se ponen de acuerdo
para imponer un mundo caótico. ¿Durará esta situación? Algunos
dicen que sí. El caos, este caos, es la forma de dominación que
necesita hoy el imperio americano para fundamentar su fuerza.
¿Cómo vamos a pretender que un país cuyo déficit se aproxima a
los 550.000 millones de dólares, cuya deuda exterior es la mayor
del mundo (seis billones de dólares), cuyo presupuesto militar
(superior al de todos los países desarrollados juntos) está totalmente
financiado por el ahorro mundial, cuya moneda no está sometida
a ningún control internacional y dicta la ley en todos los mercados
financieros... cómo vamos a pretender que ese país acepte unas
reglas y se sujete a derecho? Se trata de un pueblo que vive por
encima de sus posibilidades y que, junto con Irak y Arabia Saudí,
posee las mayores riquezas energéticas de la Tierra. ¿Acaso va
a renunciar a su forma de vida a crédito (no reembolsable) y a
la energía por la cara bonita de Europa, China, Rusia y el derecho?
Hacerse la pregunta ya es responderla. ¿Pero eso explica todo?
Hay que ser extraordinariamente maniqueo para pensarlo. Porque
la tragedia, como sabemos, sobrepasa con creces estos cálculos
miserables.
Lo más grave, aparte de la economía, del poder del dinero, es
lo que llamo el "desgarro cultural". Un desgarro como hacía mucho
que no se veía en el mundo. La primera gran globalización, la
del capitalismo industrial a mediados del siglo XIX, también supuso
un desgarro semejante. El occidental quería colonizar los países
pobres mientras pretendía aportarles la "civilización" y el progreso.
Hoy se ve el resultado: todavía son pobres y están alejados del
progreso. A cambio, hizo que los pueblos adquirieran una conciencia
ferozmente nacionalista, que ni siquiera unas clases dirigentes
autóctonas, siempre dispuestas a hacer componendas con el invasor,
pudieron aplacar. La aventura de la presente globalización liberal
es del mismo tipo. Pretende avanzar en nombre de la democracia
y los derechos humanos cuando, en realidad, a veces, favorece
a poderes ilegítimos para apoderarse de las riquezas de esos países
o de sus posiciones estratégicas, de modo que conduce inevitablemente
al ascenso del odio y un nacionalismo nuevo, posnacionalista,
por así decir, religioso, sobre todo en los países musulmanes.
Estos países están en el centro de los dos grandes focos de enfrentamiento:
el control del petróleo, condición sine qua non del modelo de
civilización productivista y no duradera, y el conflicto palestino-israelí,
un conflicto típicamente colonial en el que queda al desnudo cómo
se infravalora el mundo musulmán. Occidente está dispuesto a todo
con tal de conservar su modelo económico de vida, Estados Unidos
utiliza cínicamente a Israel para meter en cintura a Oriente Próximo.
Toda esta guerra se ha radicalizado ahora con la invasión de Irak.
La "palestinización" de toda la región implica una guerra de identidad
que no parece que vaya a apagarse pronto. No es ninguna provocación
decir que hoy, en todo el mundo árabe-musulmán, la ideología islamista
se ha hecho espontáneamente mayoritaria, aunque eso no se traduce
en la adhesión a los bárbaros métodos de las sectas terroristas.
Sin embargo, ahí está el resultado: en estos países, si se aplican
las normas de la democracia, con elecciones libres, accederá al
poder democráticamente una versión dura del islam. Son unos pueblos
abrumados, agotados, por años y años de dictadura, dominación
y humillación. Sólo les queda la desesperación: hoy, la de los
terroristas suicidas palestinos o los combatientes iraquíes. ¿Mañana,
de quién será?
Este desgarro afecta a la identidad y la humanidad. Nuestra impotencia
ante él sólo puede encontrar salida en una toma de conciencia
moral y en el largo esfuerzo de solidaridad que debemos afrontar
para recuperar el hilo de un reconocimiento mutuo. Es posible
que, de este desastre, surja una generación moral. Esa generación
que hizo oír su voz -más que en ningún otro sitio- en las últimas
elecciones celebradas en España. Es posible. Pero no podemos conformarnos
con la incertidumbre. Tenemos que construir otro mundo. Primero,
en Europa, porque la "vieja" Europa, con su cultura, puede reconducir
por el camino de la civilización a un Estados Unidos tentado por
la barbarie. Ahora bien, para ello, Europa debe inspirar confianza
a los ciudadanos, con una postura independiente, europea y no
atlantista. Hace mucho que terminó la Segunda Guerra Mundial.
No vayamos con una guerra de retraso. Los actores han cambiado.
Y la defensa del derecho es también asunto de Europa. Debemos
mantenernos del lado de la justicia, porque es la mejor garantía
contra la inseguridad. Para aplicarla, ante todo, a los palestinos
y los iraquíes. Es la condición necesaria para la solidaridad.
Y tiene que abarcar con un mismo impulso el recuerdo de los ciudadanos
estadounidenses sacrificados, los palestinos e israelíes atrapados
en la tormenta, los iraquíes en busca de la libertad y la dignidad
y las poblaciones civiles de Chechenia y Rusia. Es una propuesta
idealista. Es verdad. Pero ¿acaso ha vencido alguna vez la humanidad
a la barbarie de otra forma que enfrentándose con los valores
de la civilización?
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Policías de patrulla en el aeropuerto
Minneapolis-St. Paul, de Minnesota.
Foto: AP
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