JUAN IGNACIO - ABC - OPINIÓN - 08-08-2005
En el diálogo «La decadencia de la mentira», Oscar Wilde hace decir a uno de sus personajes: «¡La mentira! Creí que nuestros políticos la practicaban habitualmente». A lo que su interlocutor contesta: «Le aseguro que no. No se elevan nunca por encima del nivel del hecho desfigurado y se rebajan hasta probar, discutir, argumentar. ¡Qué diferente esto con el carácter del auténtico mentiroso, con sus palabras sinceras y valientes, su magnífica irresponsabilidad, su desprecio natural y sano hacia toda prueba!». Menos cínicos, los filósofos medievales nos habían prevenido acerca de las diferencias que hay entre la verdad de las palabras, la intención de decir mentira y la intención de engañar al otro.
Anoche terminó el Festival de la Mentira de Chapoluc, ciudad alpina a dos horas de Milán. Durante dos días ha reunido a filósofos, psicólogos, escritores y periodistas para otorgar un premio a las patrañas más notables del último año, del último siglo y de toda la historia. A falta de la última votación quedaban finalistas, Silvio Berlusconi, por su compromiso incumplido de crear un millón de puestos de trabajo y rebajar los impuestos y Tony Blair y George W. Bush, por asegurar que existían armas de destrucción masiva en Irak. Será curioso ver los resultados que correspondan a la sección de mentiras de toda la historia. Compiten nada menos que «Dios existe» y «Dios no existe». Montaigne explicaba en Los mentirosos que decir mentira es decir cosa falsa que se tomó por verdadera y que, en cambio, mentir es decir algo contrario a lo que se sabe. En El arte de mentir, Kazuo Sakai asegura que las relaciones humanas estén basadas, en el fondo, en hábiles mentiras aceptadas para que el mundo funcione. Y en «La decadencia del arte de mentir», Mark Twain decía que la gente cada vez miente más, pero cada vez lo hace peor, y que el noble arte de mentir está en peligro de extinción. Habrá que preguntarse si los eruditos mienten o nos engañan.
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